Jacinto Cormier
Nació en Orleáns (Francia) el 8 de diciembre de 1832. Las primeras lecciones de fe las adquirió de sus padres en el seno de una familia profundamente cristiana, especialmente de su madre de quién recibió la primera impresión de virtud y de piedad que no se borró nunca de su vida. Se educó con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, ellos descubrieron sus excepcionales cualidades artísticas, especialmente para la música y el canto.
El día en que descubrió que deseaba ser sacerdote pidió a sus padres entrar en el Seminario Menor de Orléans. Al concluir sus estudios secundarios fue aceptado en el Seminario Mayor dirigido por los Padres de San Sulpicio. Terminada la teología fue ordenado sacerdote el 17 de mayo de 1856. El seguimiento de Jesucristo bajo el estilo de vida dominicano y proyecto de Santo Domingo de Guzmán sedujo a este joven sacerdote francés para que pidiera su ingreso en la comunidad dominicana. A los pocos días el joven sacerdote se despidió de los suyos y se dirigió al noviciado dominicano de Flavigny. Tomó el hábito de Santo Domingo y desde entonces su nombre sería Jacinto María.
Tenía un exquisito sentido de la urbanidad y de la caridad fraterna. Fue amante de la pobreza, sincero en la humildad, penitente, y amante del silencio; pues en realidad fue un hombre de profunda vida interior y espiritual. Propagó el conocimiento y la veneración a los santos de la Orden.
Su oración fue una constante durante toda su vida en la comunidad dando testimonio de su carisma dominicano, y más aun, su interés para que todos siguieran el ideal del padre fundador de la Orden de Predicadores, Santo Domingo de Guzmán, pues esto muy bien lo expresa en la carta que redactó él mismo al ser elegido maestro de la Orden de Predicadores en 1904, y de la cual vale la pena extraer uno de sus párrafos en donde escribe:
“Con el mismo ánimo y con el mismo lema que Pío X se fijó desde el inicio de su pontificado – recapitular en Cristo todas las cosas (Ef 1,10), del mismo modo, nada desearíamos más que recapitular en Domingo todas nuestras cosas. Así, ha de estar vigoroso en nosotros y hemos de propagar aquel mismo espíritu de oración, de penitencia, de humildad, de pobreza, de obediencia, de compasión hacia el prójimo y de ardiente celo por defender la fe, que sobresalía en el santísimo Patriarca.”
De esta forma, nos damos cuenta que toda la vida del beato Cormier estuvo impregnada de gran oración la cual encomendó fervientemente a Cristo, y a Santo Domingo de Guzmán, pero siempre desprendido en los brazos de la Santa Madre de nuestro Salvador Jesucristo ante la cual ya en sus momentos de intensa enfermedad y que ni siquiera podía celebrar el Santo Sacrificio de la Eucaristía aunque fuese sentado, lo único que le quedaba era pedir por lo menos que le ayudasen entonando la “Salve Regina”, pues sabía muy bien a quien era que le estaba confiando todo su reposo y su descanso; Jacinto sabía perfectamente que había sido la Madre de Dios a quien se le había otorgado el cuidado de todos y cada uno de los frailes de la Orden de Domingo de Guzmán, lo cual él mismo tendrá presente durante toda su vida y por lo cual es que no dejará pasar un solo día en el que no contemple los misterios de Cristo en el Santo Rosario, sabiendo así que al repetir piadosamente el saludo del ángel a María no quedaría defraudado ante ella, y mucho menos sería desamparado de la “Madre del Consuelo”.
Fue Maestro de la Orden de Predicadores de 1904 – 1916. Su norma fue evitar todo tipo de sectarismo en la Orden a la vez que impulsó el respeto de las individualidades y de las libertades.
Falleció el 17 de diciembre de 1916 y está enterrado en el Angelicum de Roma. Fue beatificado por Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.